1928. Fleming y la penicilina


El primer antibiótico conocido fue la penicilina, una sustancia sintetizada por el hongo Penicillium. Fue hallada en 1928 por el médico inglés Alexander Fleming, quien ya había encontrado la lisozima, una sustancia capaz de inhibir el crecimiento de bacterias que se encuentra en las lágrimas, las secreciones nasales y otros líquidos corporales de animales muy diversos. Fleming trabajaba en la elaboración y la producción comercial de vacunas en un laboratorio de Londres. Cuenta la historia que un día de septiembre de 1928, Fleming constató la presencia de algunas colonias de moho en un cultivo de estafilococos que había dejado sin protección durante algunos días. En torno de cada una de las colonias del moho, las bacterias parecían haberse “disuelto”: habían muerto. Fleming aisló el moho y, luego de cierto tiempo, lo identificó como Penicillium notatum. Ese moho liberaba un compuesto que, de alguna manera, inhibía el crecimiento bacteriano. Fleming probó esa sustancia en varios tipos de bacterias y halló que algunas se veían afectadas y otras no. Los historiadores de la ciencia señalan que no puede afirmarse que Fleming haya “descubierto” la penicilina. Las evidencias muestran que ni él ni ningún otro investigador del laboratorio manifestó interés en el uso terapéutico de esa sustancia; sólo les interesaba como medio para liberar a sus cultivos de bacterias no deseadas, con el propósito de hacer más eficaz la producción de vacunas que, de alguna manera, aseguraban el financiamiento del laboratorio. Recién diez años más tarde, otros investigadores de la Universidad de Oxford, entre ellos el alemán Ernst Chain (1906-1979) y el australiano Howard Florey (1889-1968) prosiguieron estos estudios y lograron aislar la penicilina y usarla como antibiótico. Fleming, Chain y Florey compartieron el Premio Nobel, otorgado en 1945. Los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial fueron los terrenos de prueba de la penicilina y de otros antibióticos. Varios de ellos, incluida la penicilina, pueden sintetizarse en el laboratorio. Luego del “descubrimiento” del uso de la penicilina como antibiótico y después del aislamiento de otros drogas antibacterianos, se creyó que finalmente se habían desarrollado las herramientas para vencer a las bacterias que causan enfermedades. Sin embargo, surgieron casos de cepas de bacterias resistentes. Por ejemplo, algunas cepas de Staphylococcus aureus, principal agente infeccioso hospitalario en Inglaterra, rápidamente presentaron resistencia a la penicilina. Otros antibióticos como la estreptomicina, el cloranfenicol y la tetraciclina, hallados posteriormente, también encontraron resistencia en Staphylococcus aureus y otras bacterias. Desde la década de 1940 hasta la actualidad, sistemáticamente, fueron apareciendo cepas de bacterias resistentes a los nuevos fármacos que se incorporaban a la terapéutica. Una bacteria es resistente cuando presenta mecanismos que impiden o dificultan el encuentro del fármaco con su blanco (estructura química con la que el fármaco se debe unir para ejercer su efecto). En las bacterias, esta unión puede verse afectada de diversas maneras: por degradación enzimática del antibiótico o por su expulsión fuera de las células; por modificación del blanco sobre el que actúa el antibiótico –que en consecuencia, queda insensible a su acción– o por sustitución del blanco por otra molécula no vulnerable al antibiótico. La resistencia se debe a las mutaciones espontáneas y a la recombinación de los genes. El proceso de selección natural opera sobre la variabilidad existente: cuando las bacterias se desarrollan en medios que contienen un antibacteriano determinado, sólo crecen aquellas que por mutación o recombinación génica posean genes de resistencia a esos fármacos, lo cual da por resultado un incremento de la frecuencia de aquellas formas bacterianas portadoras de mecanismos de resistencia. El aumento de la resistencia impulsó la inversión económica en investigaciones destinadas a la búsqueda de nuevas drogas. Pero el desarrollo de resistencia es más rápido que la capacidad de la industria para producir nuevas drogas. Al mismo tiempo, se postula que el abuso de las sustancias antibacterianas contribuyó a aumentar la presión de selección de bacterias resistentes. Contribuye a esto la automedicación, la prescripción (médica o veterinaria) indiscriminada, su uso masivo como aditivos en los alimentos (para ciertos animales como medida curativa, preventivas o para aumentar su peso). También los productos de la ingeniería genética podrían contribuir al desarrollo de resistencia ya que, para identificar, por ejemplo, plásmidos de interés, se utilizan como "marcadores genéticos" genes de resistencia a antibióticos. Parece entonces que existe una “escalada” de medidas ofensivas y defensivas por parte de uno y otro bando: los científicos deben estar en lo cierto al postular que los seres humanos y los organismos infecciosos evolucionan de manera conjunta.

Véase también: cap. 24